martes, 3 de abril de 2012

Escuela de Paracaídistas del Ejército en donde se luce la fibra del soldado

Army Airborne School where fiber soldier looks




Caidas del cielo: las primeras paracaidistas del Perú

Era 1975 cuando del cielo limeño descendió la Primera Promoción Femenina de Paracaidistas del Ejército. El tiempo pasó, pero las ganas y la emoción de estas mujeres por volver a sentir sus cuerpos en el aire siguen intactas.

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No hay emoción más intensa que sentir el golpe del viento en tu rostro, que el corazón lata a mil y que tus manos no parezcan otra cosa, más que hielo. Pienso que dejarse llevar por el viento es lo mejor que uno puede hacer allá arriba, y ahora Norma, de 50 años, me lo confirma. Ella junto a las 224 paracaidistas estuvieron “por las nubes” y las tocaron aquella tarde del 25 de setiembre de 1975.
Era más del mediodía cuando de cinco aviones Búfalo y a 500 metros de altura, descendieron las adolescentes “paracas”. El lugar elegido era la zona de Lomo de Corvina en Villa el Salvador, por entonces una pampa casi desierta. Al cabo de unos minutos, el cielo de Lima se vio cubierto por “una nube de hongos” un espectáculo tan bello, que ahora solo queda registrado en antiguas fotografías.


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Una a una fueron tocando tierra, arrastradas por el viento, levantando polvo y todavía envueltas por el paracaídas abrazaron a sus familiares, gritaron y hasta lloraron.
El golpe y las fracturas, porque sí las hubo, eran lo de menos; nada podía empañar la felicidad de aquel salto, la última prueba para ser una paracaidista del Ejército, y mejor aún ser parte de su primera promoción femenina bautizada “Micaela Bastidas”. Al día siguiente, recibieron su brevete de manos de su madrina, la señora Rosa Pedraglio de Morales Bermúdez.


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El reencuentro
Si hace 35 años un aviso de televisión hizo que se conocieran y compartieran esta experiencia, ahora una cuenta en el Facebook logró convocarlas y reunirlas por primera vez, pero para ser homenajeadas.
Con sus mejores trajes, disimularon muy bien el paso del tiempo, ya no eran las adolescentes de 17 años sino unas señoras de familia. Con mucha expectativa, iban llegando a la Escuela de Paracaidismo en la Base Las Palmas, recinto que las albergó por dos meses, y en donde pasaban las horas que quedaban después del colegio, entre duros entrenamientos, carreras de hasta 15 km y exigentes pruebas como el salto de la torre de lanzamiento.
“Estas firmando la sentencia de muerte de tu hija”, dijo la madre de Livia Cisneros, al ver que su padre le daba la autorización para participar en el curso. Hasta ahora le agradece haberle permitido vivir esta experiencia.


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Al otro lado, Aurora Guillén de 53 años recuerda cada uno de los exámenes médicos y físicos por los que tenía que pasar. “Te revisaban desde la punta del pelo hasta la punta de los pies. Todo el curso fue eliminatorio, cada día salía una chica, de las 1600 que se inscribieron solamente quedamos 225”, me cuenta orgullosa mientras saluda a sus demás compañeras y las llama por números.
“Así habíamos sido clasificadas, de acuerdo a la talla recibías tu número”, me comenta la número 4 Maritza Basth, una mujer alta y delgada de 1.75 metros, y que ahora toma el micrófono en representación de sus compañeras.
Cada palabra era atentamente escuchada por los familiares, amigos y autoridades de la Escuela. Cada nombre de sus instructores eran aplaudidos, pero no tanto como el de su Jefe de Curso Raúl Manzanera, un hombre que de lejos irradia disciplina y rectitud, para muchos el forjador de esta promoción.
De inmediato, los buenos y malos recuerdos vinieron a la mente de ellas. El más triste fue el salto mortal de Estela Escobar, quien buscando mayor especialización en el paracaidismo, no vivió para contarlo.


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Pero el homenaje continuaría, se develó la placa recordatoria y se inauguró el jardín con el busto de una mujer paracaidista. La alegría se apoderó del lugar mientras las cámaras de fotos registraban aquel momento tan esperado, igual o más que volver a saltar de la torre de lanzamiento de 15 metros.
Sin pensarlo dos veces, algunas aceptaron la invitación. Las primeras fueron Jossie Estremadoyro, Norma Agreda, Susana Guillén, su hermana Aurora y Marissa Corbacho. Como si el tiempo hubiera retrocedido corrieron, olvidándose de los tacos y la ropa de vestir, para colocarse el equipo.
Primero les colocaron un chaleco color verde militar, luego les sujetaron los brazos y piernas fuertemente con unos tirantes. En cuestión de minutos ya habían quedado listas para su lanzamiento, después de 35 años.
Subir las escaleras de la torre pareció cansarlas, pero me equivoqué, la idea de retroceder ni se les cruzó por la mente, ya estaban arriba y de allí solo bajaban lanzándose.
Un pie adelante y otro hacia atrás, el de atrás toma el impulso, cuanto más te impulses es mejor, barbilla al pecho y codos a los costados para evitar golpearte con las correas, manos sujetando la supuesta reserva; las piernas juntas y los ojos abiertos. Y cuando ya estás en el aire a contar, mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, y ¡para arriba! De allí solo te dejas llevar.


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“Mi nombre es Marissa Corbacho, le dedico mi salto a mi madre, ya estoy lista”, en segundos ya estaba gritando de felicidad, suspendida en el aire, con los brazos y piernas abiertas.
Esta delgada mujer de cabello cano y corto dio el primer impulso a sus compañeras. Las demás continuaron su ejemplo. Cada salto era dedicado a sus hijos, a sus padres y también a la Escuela que desde su fundación en 1959 hasta la fecha viene formando 90.000 paracaidistas.
Al otro lado, en el punto de llegada la pregunta obligatoria era: “¿Qué sientes, después del salto?”. Con una sonrisa inmensa todas respondieron “Es lo máximo, gozas, es una mezcla de emociones”. Sin duda, esos segundos de “locura” las llenaron de energía, y como bien reza el dicho “recordar es volver a vivir”, ellas aquella tarde lo volvieron hacer.
(María Fernández Arribasplata)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio
Giovanna Fernandez/ El Comercio

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