Escribe GUSTAVO GORRITI
La Deuda del Soldado
La semana pasada murió un soldado: el general EP Gonzalo
Briceño Zevallos, el fundador de la Escuela de Comandos del Ejército, cuyo
predicamento dentro de su institución se basó tanto en la destreza militar como
en el ejemplo moral.
Escribo esto y temo que suene al lugar común de los elogios
fúnebres, donde virtudes ausentes en la vida son conscriptas en forzada e
incómoda formación al lado del ataúd.
Pero es cierto. Gonzalo Briceño fue un soldado de vocación,
con iniciativa y audacia, que sentó paradigmas duraderos a través del ejemplo y
el riesgo personal.
En los ejércitos, los líderes de fuerzas especiales suelen
ser oficiales poco conformistas, de pensamiento original y espíritu audaz, a
quienes los jefes tradicionalistas suelen detestar a hígado completo.
David Stirling, por ejemplo, el escocés que fundó el
legendario SAS británico durante la Segunda Guerra, era un montañista
apasionado que en 1939 se entrenaba para intentar escalar y coronar el Everest
(lo que no fue conseguido sino hasta 1953).
Tanto él como el extraordinario estratega de operaciones
especiales, Orde Wingate, pelearon en dos frentes: contra el enemigo del Eje
nazi/fascista; y contra los militares convencionales a quienes la originalidad
y, sobre todo, la irreverencia de estos soldados, ponía en trance de furia
paroxística.
Tanto Stirling con el SAS, como Wingate con los Chindits, la
última unidad que comandó, predicaron sus estrategias en incursiones profundas
detrás de las líneas enemigas. Los resultados fueron de una eficacia
devastadora.
Pese a la furiosa oposición de los tradicionalistas, Wingate
contó con el apoyo de Winston Churchill, quien lamentó así su muerte en 1944,
en plena campaña Chindit: “el mayor general Wingate… ha pagado la deuda del
soldado… fue un hombre de genio que bien pudo haberse convertido en un hombre
de destino
El ethos, la leyenda de las fuerzas especiales alimentaron
la imaginación de muchos jóvenes oficiales después de la Guerra. En 1959, el
entonces comandante EP Gonzalo Briceño logró que el Ejército lo enviara a
llevar el curso de Rangers en el Ejército de Estados Unidos.
En Fort Benning, recuerdan sus contemporáneos, los militares
gringos le informaron que él no podía participar en el curso, porque éste era
solo hasta el grado de teniente (y entiendo que excepcionalmente de capitán).
Briceño ofreció quitarse los galones y ponerse los de teniente. Y eso es lo que
sucedió. El comandante se hizo teniente y luego Ranger.
Cuando vean a un militar dispuesto a perder galones para
cumplir su misión, sabrán que han visto a un verdadero soldado
En el Perú, Gonzalo Briceño fundó la Escuela de Comandos del
Ejército, cuyos rigores en el entrenamiento garantizaron trabajo a los
traumatólogos y la reputación de los graduados.
Una vez conversé largo con Briceño en los años 70, en
Arequipa. Briceño ya era general, segundo jefe, si recuerdo bien, de la
entonces III Región Militar; y yo era un agricultor a quien, junto con otras,
interesaba la historia militar. Coincidimos en un café y terminamos charlando
sobre, precisamente, Wingate, Stirling, T.E. Lawrence y también, en el otro
lado, Skorzeny. Me impresionó su conocimiento del tema.
Años después, cuando Briceño ya estaba en el retiro y la
Escuela de Comandos vivía su propia dinámica, con las huellas del paso del tiempo
y las nuevas administraciones, llegué, como periodista de Caretas para hacer un
reportaje, con un equipo de la revista, a la Escuela.
Era diciembre de 1982 y el Ejército se preparaba a entrar a
Ayacucho. La Escuela graduaba una nueva promoción que casi con seguridad iba a
ser destinada a acciones contra Sendero; y queríamos mostrar, acompañándolos
por unos días, cómo era la preparación de los comandos.
Fueron, digamos, días de explosiones, disparos, pistas de
combate, fuego real, práctica de puñales, muchas fotos
Poco después, en camino hacia varios simulacros y una marcha
nocturna, la realidad cambió escenarios.
En un jeep militar manejado por un recluta, íbamos el
reputado fotógrafo Fernando Yovera y yo, sentados en el asiento de atrás,
adelante estaba un mayor EP de la Escuela de Comandos apellidado Tejada.
Al empezar la bajada de Cieneguilla, el jeep comenzó a tomar
velocidad. Los pasajeros, que íbamos medio amodorrados, nos despertamos de
inmediato. “Aguanta un poco” le pedí al chofer. No respondió. “¡Engancha!” le
insistí, mientras el mayor Tejada ordenaba lo mismo. “¡No entra, mi...”contestó
el chofer, haciendo el intento de cambiar de marcha, entre el ruido de dientes
de piñones chocando entre sí
“¡Frena, pues hijo, frena!” ordenó Tejada. El chofer hundió
el pedal del freno hasta el fondo, una y otra vez. Nada. Los frenos estaban
vaciados. Ya el jeep iba demasiado rápido y no se podía saltar. Pasamos a un
transporte militar como si éste estuviera detenido
“¡Pégate al cerro!” le dijimos. El chofer no contestó, pero
no lo hizo. Pasamos una curva cerrada, otra más, aumentando la velocidad. Era
imposible correr toda la bajada en neutro. Veíamos la tierra y las piedras,
veloz, violentamente cercanas.
Otra curva y se abrió un tanto la quebrada. Cascajo, piedras
y rocas pequeñas antes de una pared de peña. El chofer lanzó el jeep contra las
piedras.
La máquina saltó, rebotó, voló saltando, se inclinó y
enderezó en el aire. Dio botes y botes y botes, antes de detenerse a centímetros
de la pared de roca.
Tejada saltó del jeep. Yo me di cuenta que me había quedado
con la barra de protección en la mano. Yovera se puso a tomar fotos. Entonces
nos alcanzó el camión de transporte de tropa y un capitán bajó y saludó a
Tejada, “¡Qué bonito accidente, mi mayor!”. Hasta los accidentes parecían una
virtud comando.
Golpeados y todo, seguimos, a bordo del camión, con el
programa. En la noche, después de varios simulacros de emboscada y reacción
rápida, emprendimos la marcha nocturna desde Cieneguilla hasta Santiago de
Tuna. Junto con los comandos íbamos dos periodistas de Caretas, yo y Benito
Portocarrero.
El ascenso es solo hasta los 3 mil metros, pero muy empinado
y doblemente difícil de noche. Benito no había calculado bien su estado físico
y pronto el cansancio se hizo fatiga, luego tortura y al final filosofía.
En un momento de la madrugada, Benito anunció que pensaba
quedarse donde estaba, que muchas gracias por todo, pero que no tenía otro
deseo en la vida que quedarse ahí, quietecito en el empinado cerro. El jefe del
grupo de comandos le dijo que eso no era posible, que si era necesario lo
llevaban cargado. Al final, se amarró una soga a la cintura y remolcó así a
Benito, cuesta que te cuesta, hasta que llegamos a los primeros tunales y a un
encuentro providencial con un burro, que transportó el ingreso triunfal de
Benito a Santiago de Tuna.
En las disciplinas de lucha hay un dicho: “la mejor técnica
es el acondicionamiento (físico)”. Y esos comandos tenían una magnífica
condición, como demostraron en esa marcha y en varios riesgosos simulacros
después.
Después vino la redacción, el cierre, el fin de año y el
comienzo de otra, larga y trágica historia.
Ese día quedó para mí como la metáfora de lo que iba mejor e
iba mal en lo militar. El excelente nivel de entrenamiento táctico de los
comandos, transportados en vehículos sin frenos, con conductores improvisados y
confundidos.
Me pregunto que hubiera dicho, o mejor, qué hubiera hecho en
estos años el general Briceño, sobre la calidad del entrenamiento, la
aplicación de la enseñanza a la necesidad, el nivel de liderazgo en su
institución.
Sabemos, por lo menos, el lema que dejó: “Ser y no parecer’;
y sabemos también que para él fue muy clara la necesidad del país de tener
fuerzas especiales de primer orden. Sobre todo ahora.(Gustavo Gorriti)
Cortesía Revista Caretas
Edición N° 2246 23 Agosto 2012
Edición N° 2246 23 Agosto 2012
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